Confiados en su misericordia
Porque él dice a Moisés: tendré
misericordia del que yo tenga misericordia, y tendré compasión del que yo tenga compasión. Así
que no depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia.
Romanos 9.15-16 (LBLA)
Uno de los elementos más atractivos que ofrecen las religiones, cuales
quiera que sean, es la posibilidad de ejercer control sobre las acciones de Dios. Es decir, por una serie de sacrificios puedo
garantizar su respuesta y asegurar que el resultado de mis esfuerzos tenga su recompensa. El grado de sacrificio varía
de religión en religión pero todas -sin excepción- dan a entender que nuestras acciones pueden controlar
a las deidades.
Esta idea, a decir verdad, es una reacción a la propuesta de Dios de que él sea absolutamente
soberano en los asuntos de nuestra vida. Notemos, por ejemplo, el fastidio de los israelitas porque Moisés tardaba
en bajar del monte (Ex 32). Como siempre, el factor tiempo es uno de los que más molesta. El pueblo, entonces, llegó
a Aarón y le dijo: «haznos dioses que vayan delante de nosotros». En otras palabras, «queremos un
dios que haga las cosas como nosotros queremos».
Sin darnos cuenta, este concepto se puede infiltrar dentro
de nuestras congregaciones. Un ejemplo sencillo nos servirá de ilustración: podemos llegar a encontramos con
creyentes que quieren pedirle algo especial a Dios. Pero demoran su petición, porque su vida personal no está
en orden. Entonces intentan hacer por un tiempo «buena letra» para que, eventualmente, cuando efectúen
su petición, Dios los escuche con agrado.
Nuestro versículo de hoy nos recuerda, en términos
que francamente nos incomodan, que Dios es absolutamente soberano. Sin rodeos, Pablo nos dice que el accionar de Dios no depende
ni del que corre, ni del que quiere, sino del Dios que se compadece de nosotros. Esto nos incomoda porque vivimos en un mundo
donde, desde pequeños, se nos enseñó que la única manera de triunfar en la vida es controlando
a los que están a nuestro alrededor. Nuestro Dios, sin embargo, escapa a este sistema perverso. Está más
allá de nuestras maniobras.
¿Qué nos sostiene en la vida espiritual, entonces? Algo mucho
más grande que la triste posibilidad de asegurar los resultados por medio de un sistema de intercambio de favores.
Nos anima el corazón una profunda convicción de que él es nuestro Padre celestial y que, como tal, buscará
siempre lo mejor para sus hijos. Estamos seguros de su amor, porque no es un amor con condiciones. Quién le conoce,
sabe que siempre estará obrando a favor nuestro.
Es esta realidad la que quiso poner Cristo de relieve
ante sus discípulos, cuando les dijo: «si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros hijos,
¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan?»
(Mt 7.11).
Para pensar:
Medite en la maravillosa verdad encerrada en esta observación:
«Todas las razones por las cuales Dios es misericordioso tienen que ver con lo que él es, no con lo que nosotros
somos». No tenemos más opción que postrarnos a sus pies... pero confíe en él. ¡Está
en muy buenas manos!